MAGDALENO, EL MARTIR QUE LA HISTORIA OLVIDÓ
Todo pueblo tiene una historia. Las historias del Bajío mexicano están permeadas por la etapa cristera, con sus héroes y sus villanos, sus leyendas que cuentan las hazañas de la ficción, una ficción que superada por la realidad no cuenta, como en el caso de Soyatlán, la leyenda de un héroe que apareció de la nada para inmortalizarse.
Para los libros de historia un héroe rural del pueblo de Soyatlán del Oro puede pasar desapercibido, ¿quién va a recordar a un pequeño poblado, anexado al municipio de Atengo, en Jalisco? Un pueblo sumergido entre los cerros y las montañas que forman la sierra de Amula, a 139 kilómetros de Guadalajara, la capital del estado.
La tierra cuyo oro quedó sólo en el nombre no aparece en la maraña de informaciones cotidianas, al lugar únicamente lo consignan como el pueblo en cuyos cerros fue encontrado un narcolaboratorio en el año 2009, ya no es la tierra de la gran fiesta que en octubre se lleva a cabo para celebrar a la virgen del Rosario.
Porque hubo una época en que Soyatlán brillaba más que su cabecera municipal, Atengo, tan sólo en términos demográficos Soyatlán concentra a más de dos mil 181 habitantes, contra los mil 616 de Atengo, según el censo de 2010 del instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi). Además porque sus fiestas eran la viva celebración de las entrañas de aquella sierra.
Todavía se les puede ver a los danzantes ir por las calles del pueblo, antecediendo a la imagen sacra que les han inculcado, los Copetones –un grupo de bailes folclóricos de la región– muestran en sus faldillas la consigna ‘Viva Cristo Rey’, como reivindicando el espíritu de la festividad. Aquella consigna que guarda la historia olvidada por las nuevas generaciones, una que los libros de historia no cuentan y que de boca en boca se ha ido transmitiendo por los más viejos.
El origen de una revuelta
En abril de 1926 México desterró a más de doscientos sacerdotes, que en su mayoría eran españoles, por orden del presidente, Plutarco Elías Calles, para hacer cumplir la Constitución en el apartado que señalaba que: “para ejercer en México el ministerio de cualquier culto se necesita ser mexicano por nacimiento”.
El 14 de junio de 1926 se decretó la ley 515 o, también conocida popularmente como, ‘ley Calles’, una serie de reformas a 33 artículos del Código Penal y que buscaban limitar los actos públicos de la Iglesia. La ley entró en vigor a partir del 31 de ese mismo mes.
La reacción por parte de autoridades eclesiásticas fue el 25 de julio de ese mismo año, cinco días antes de que entrara en vigor la ley. Los obispos mexicanos decidieron protestar por medio de la suspensión del culto público. En una carta pastoral colectiva los obispos comunicaron su decisión: la suspensión del culto se llevaría a cabo a partir de la misma fecha en que entrara en vigor la ‘ley Calles’.
“En la imposibilidad de continuar ejerciendo el ministerio sacerdotal sagrado según las condiciones impuestas por el decreto citado, después de haber consultado a nuestro santísimo padre, su santidad Pío XI, y obteniendo su aprobación, ordenamos que desde el día 31 de julio del presente año, hasta que dispongamos otra cosa, se suspenda en todos los templos de la República el culto público que exija la intervención del sacerdote”, expresaban en la Carta Pastoral.
No se cerraron los templos para que los fieles pudieran seguir asistiendo a éstos, pero el primero de agosto, que era domingo, “no se llevaron a cabo misas en todo el país”, narra el libro Tierra de Mártires, escrito bajo la revisión de la Diócesis de San Juan de los Lagos.
Pero ante la ausencia de reacción para revertir el efecto de la ley Calles, los católicos, que hasta ese momento habían realizado actividades como el boicot económico para ejercer presión política, decidieron accionar por medio de las armas en el llamado movimiento cristero.
Para finales del año 1926, de los cuatro mil sacerdotes mexicanos que había en el país, cinco combatieron con los cristeros, 40 eran ‘activamente favorables a los cristeros’, y 110 no abandonan el campo pero sin apoyar directamente a la causa.
Mientras que tres mil 745 sacerdotes abandonaron las parroquias rurales y 100 fueron hostiles a la lucha cristera. Porque el aumento de los levantamientos armados por parte de fieles católicos llevó a que las autoridades federales consideraran a todo sacerdote del ambiente rural como sedicioso. El 90 por ciento de los sacerdotes se concentró en la ciudad.
Reacciones en la región
Ya en el año de 1927, una mañana en Tenamaxtlán se reunieron algunos cristeros y se llamó a los habitantes de los pueblos aledaños para que se sumaran a la causa cristera de la región. José María Santana dio lectura del manifiesto elaborado por la Liga Defensora de la Libertad Religiosa –formada desde el 14 de marzo de 1925 ante el escenario limitativo de la iglesia católica–.
“Se nos ha llamado al combate, se nos obliga a ello con persecuciones ingentes y tiránicas; lamentamos la guerra, pero nuestra dignidad ultrajada y nuestra fe perseguida nos obliga a acudir para la defensa al mismo terreno en que se desarrolla el ataque. Esta es la única manera de que obtengamos libertad y de que se nos haga justicia”, se leía en la proclama de la Liga.
De los pobladores que asistieron a Tenamaxtlán para unirse a la causa cristera había provenientes de Atengo, Soyatlán, Tacota y otras rancherías.
Al principio los enfrentamientos de los cristeros se dan con los agraristas –hombres que luchaban por la tierra de los hacendados acaudalados– de la región, en Atengo y Tenamaxtlán son confrontado atacados y entonces los cristeros deciden huir a Soyatlán del Oro.
Julián Gómez Pérez era el sacerdote que llevaba ya cuatro años en la dirección de la parroquia en Soyatlán del Oro. Había invitado a miembros de Acción Católica para que se levantaran en armas en el pueblo y en marzo de 1927 se atrincheró en el cerro de La Silla junto a otros fieles como Martín Calderón, Jesús Ramírez –Grimaldo–, Hilario Contreras, Rodolfo Regla, Miguel Sánchez, Miguel Rosas, Claudio Santos y Santiago Jiménez.
Fue así como Soyatlán se convirtió en un importante punto cristero de la región. Pese que el culto había sido prohibido como medida de protesta ante las medidas del gobierno y que las leyes prohibían actos religiosos en espacios públicos, los pobladores de Soyatlán del Oro decidieron llevar a cabo la celebración de la virgen del Rosario, un novenario festivo cuyo principal día era el 30 de octubre.
Para que se celebrara la misa en memoria a la imagen religiosa el padre Julián Gómez bajó del cerro donde se encontraba con otros doce hombres resguardados. Encargaron a Cipriano arias que fuera por un fotógrafo a la cabecera municipal que estaba a siete kilómetros. Mientras lograba que Luís T. Sánchez, el fotógrafo, fuera a tomar registro gráfico de la festividad se enteró que tropas federales iban con la orden de dar fin a la festividad en Soyatlán.
Cipriano montó su caballo y a toda velocidad se dirigió hacia el pueblo, gritaba desde la entrada que el ejercito venía en camino. Cipriano llegó al templo, ubicado en el centro del poblado. Al interior un grupo de mujeres adornaban el templo, Jovita Beltrán, originario de Soyatlán con 98 años, quien en ese entonces tenía diez años y acompañaba a su madre, escuchó los gritos del joven que avisaba a todos.
–¡Sálganse mujeres, por el amor de dios, que ya viene el gobierno!– gritó Cipriano.
De repente en el atrio del templo un joven de 21 años bajó de un caballo que por la urgencia aventaba espuma por la boca. Era Magdaleno Regla Arana, el hijo mayor de Víctor Regla y Teodora Arana y que vivían cerca de la plazuela, al noreste del pueblo.
Magdaleno entró a toda prisa en el templo, Jovita miró con asombro como subió hasta el altar para tomar la imagen de la virgen, jaló una cortina y envolvió la imagen en ésta. Salió corriendo.
Subió a su caballo rumbo a su casa, Magdaleno llegó, atravesó la casa y salió al patio para brincarse a la vivienda de su vecina Felipa Troyano, que estaba a un costado de la suya, subió al tapanco y junto con la cortina la resguardo detrás de los demás objetos que guardaban. Huyó rumbo al cerro de la Cruz –al noroeste, en las afueras del pueblo– para esconderse en las cuevas donde otras personas también habían huido.
En el pueblo el ejercito entró con fuego, la gente sentía las balas pasar por un lado, junto al sonido de éstas chocando contra los muros. Siguieron a algunos cristeros que se dirigían rumbo a los cerros donde se resguardaban, otros se quedaron en el templo. Los soldados empezaron a vaciar las tiendas, quemaban todo a su paso, a las calles tiraban los botes de manteca, las piezas de manta, la miel.
Al interior del templo los soldados reunieron todas las imágenes religiosas y después de amontonarlas les prendieron fuego junto con todo el recinto. El techo de aquel templo era de madera cubierto con zacate, esto permitió que el templo fuera destruido con mayor facilidad.
Algunas mujeres fueron sustraídas de sus casa para ser abusadas por los soldados. Luís Regla, hermano de Magdaleno y quien tenía diez años en ese tiempo recuerda en una entrevista concedida en julio de 2002 a Luis López Cárdenas, autor de ‘Noticias de la Revolución y la Cristiada en Tenamaxtlán” que esa misma tarde él debió ir a recoger sus borregas, pasó por la plaza y vio “el tiradero de muertos, rifles torcidos, latas de manteca, estaba la plaza terrible”.
El 31 de octubre se contó el saldo del día, 10 muertos inocentes y el teniente federal Miguel Aguirre, quién era el encargado de llevar a cabo la orden de terminar con la celebración pública. Esa misma mañana Magdaleno salió de su escondite en el cerro de la Cruz para dirigirse a su casa, mientras atravesaba un callejón que estaba en la parte trasera de su casa se topó con una tropa del ejercito federal.
–¡Alto ahí, ¿quién vive?!– gritaron los soldados.
–¡Cristo rey y santa María de Guadalupe– respondió el joven antes de que sus captores abrieran fuego y lo dejaran tirado antes de cruzar el lienzo rumbo a su casa.
“Nos vinieron a avisar. Yo tenía diez años y andábamos haciendo las sepulturas ahí en una huertita que teníamos de arboles frutales y vino la orden de que se sepultaran los cuerpos; entonces se hicieron las sepulturas y se metieron tres o cuatro difuntos en cada una…”, recuerda Luís Regla en su entrevista.
En aquel callejón, que ahora es la calle Juárez, el paso de Soyatlán rumbo a la ranchería Tacota, se encuentra una ermita con la fotografía de Magdaleno Regla, su acta de nacimiento y la de bautismo.
Los pobladores más viejos albergan en su memoria un rostro que dice ser el del joven Magdaleno, quien a los 21 se convirtió en un héroe para el pueblo, y que en el renovado templo se encuentra dicha pintura en su honor.
El recuerdo de aquel 30 de octubre es sombrío, tras la quema del pueblo el ejercito ordenó que Soyatlán fuera desalojado, cientos de familias fueron rumbo a Tenamaxtlán o Atengo. Los federales se llevaron presos a ochenta personas mientras que el pueblo quedó habitado únicamente por algunos hacendados que no fueron molestados, como el güero Telesforo Jiménez, Chico Preciado y el güero Morelos.
Ahora cada año, durante las celebraciones a la virgen del Rosario, los hijos ausentes y los pobladores recuerdan aquel episodio, en la memoria se configura la imagen de Magdaleno y desde los carros alegóricos se representa la escena de su muerte, una muerte que la historia religiosa olvidó y que ahora, 88 años después, comienza a surgir desde algunos proyectos como el libro “Atengo, a la orilla del agua” en cuyas páginas se da cuenta con precisión de cada hecho en la Cristiada y un documental que rememora la historia de la imagen religiosa y que también entre sus escenas recuerda el hecho.